AMOR A PRIMERA VISTA

Despertó a las 6:00 a.m. como todos los días. Tomó una ducha, se vistió, desayunó y como todos los días caminó al subterráneo para subir al tren.  Vió  las estaciones pasar por la ventana y con la tranquilidad de su cotidianidad detalló a los demás pasajeros, a la anciana envuelta en quejas y aferrada a su bastón, al ejecutivo silencioso absorto en su móvil, a las colegialas risueñas sumidas en su parloteo, a la chica de cabello castaño devorando un libro con sus ojos miel envueltos en anteojos de pasta negra… ella acaparó la totalidad de su atención, desapareció la anciana de traje, se esfumó el ejecutivo y su bastón, se diluyó el parloteo de los jugadores de fútbol, ella era el único habitante de su mirada. Comprendió la expresión “amor a primera vista”  y este crecía a medida que  la construía y deconstruía, que la habitaba y deshabitaba en todos los tiempos verbales de su diccionario personal.  Poseía una apariencia intelectual, y con una copia “Ser y tiempo” entre sus dedos se prestaba a la promiscuidad en el debatir de las ideas. Si tan solo se fijara en él, si apartara los ojos de la lectura para cruzarlos con los suyos, y él le diría –hola, ¿como te llamas?- o –me encanta Heidegger- e iniciarían una conversación como si se conocieran desde siempre, saldrían juntos, se harían novios, en su primer aniversario le pediría matrimonio, serían felices  y en los ratos libres leerían juntos a Heidegger, a Hegel, a Platón, a Descartes. Pero no, porque ella no lo miraba, pasaba las estaciones absorta en su libro y en cualquier momento uno de los dos tendría que bajar del tren, sería el adiós, el hasta nunca, el remordimiento de no haber actuado como su imaginación le dictaba. Pero no podía apartar los ojos de ella, y le decía en sus pensamientos –mírame, mírame-  y faltaban tres estaciones para su destino, dos estaciones, una estación, ella apartó el libro y miró por la ventana como si buscase algo que le indicara en qué estación se encontraba, y él dijo –estamos en la estación Chacao-  y ella lo miró con los hermosos ojos miel detrás de los cristales, su corazón rebosaba mientras ella esbozó una sonrisa. Y de repente, en la cúspide de su fantasías realizadas, en la cima de lo improbable, una mancha atroz asomaba en la tan esperada sonrisa, tal vez un trozo de comida, o una caries, tinta quizás; y lo único que podía ver era esa pequeña mancha que se convertía a sí misma en el punto focal de todo su rostro, de todo su ser… y los ojos cafés eran un tanto opacos, su belleza era más bien corriente, su intelecto era tal vez pedantería. Llegó a su estación de destino y bajó del tren absorto en el parloteo de las colegialas risueñas.


 

CASILDA (SEGUNDA PARTE – FINAL)

Es un embrujo, un hechizo que me tiene completamente rendido a sus pies; el embrujo de su cabello negro deslizándose sobre el escote  en su espalda, el hechizo en el contoneo de unas caderas nacidas para la adoración. La luz tenue y la música desinhibida nos envuelve en una atmósfera de seducción, nos sumergimos en la marea de almas entrelazadas, jadeantes, sueltas… rozamos los cuerpos mientras nos adentramos en el club, donde todos parecen estar atrapados bajo el mismo hechizo. Tras unos cuantos tragos conversamos  desenvueltos con nuestros rostros a escasos milímetros y  una botella de ron a medio terminar.

—¿Vienes mucho a este lugar?

—Solo cuando consigo al hombre apropiado —respondió.

—¿Y yo soy el hombre apropiado? —pregunte incrédulo.

—Estamos aquí, ¿no?  —dijo al acercarse y besar la comisura de mis labios.

Con la mirada sincera y el corazón desbocado, tomo su rostro y llevo su boca a la mía. La beso con descaro, sin pudor, sin remordimientos; la beso con todas las ganas que caben en mi pecho, con este sentimiento renovado de estar vivo, ¡de verdad vivo! No lo anterior, no la nostalgia, no la tristeza y la soledad aferrado a Patricia; esto… esta sangre que hierve en mis venas, este corazón que amenaza con salir por mi boca, con su lengua desnudando a la mía y la creciente erección que palpita entre mis piernas. Casilda se levanta toma mi mano y me lleva a la pista de baile, se ciñe a mi cuerpo como una prenda de vestir, me envuelve con sus delicados brazos, los senos rebozan en mi pecho, sus muslos se aferran a mis piernas, lleva su boca a mi oreja e introduce la punta de la lengua antes de preguntar —¿nunca​ me traicionarías, verdad?—. Mi corazón rebosa y siento como desencaja todas las piezas en mi pecho —!Nunca Casilda, nunca!—. Nos sentamos de nuevo y continuamos entrelazados, la cercanía de su rostro obsequia la dulzura de su aliento agitado, y mi cuerpo dice !Mía, la quiero mía, por hoy y para siempre!

—¿Hay algún hombre en tu vida? —pregunté.

—lo hubo, hace mucho tiempo.

—¿Y qué pasó?

—Me engaño… con mi propia madre —dijo sin perder la actitud devoradora—. ¿Puedes creerlo?

—Que difícil —respondí sin saber realmente qué decir.

—Las cosas nunca son lo que parecen —dijo con cara de satisfacción—. Cada quien recibe lo que merece.

—¿y tu… —la pregunta se pierde con su lengua en mi boca y mí lujuria en sus manos.

Me dejé llevar por el deseo. El club, la ciudad, el mundo entero desaparece a nuestro alrededor. Somos la nada y el todo, el principio y el fin, la vida y la muerte. Y me siento bendito siendo el protagonista de esta extraordinaria locura.

—No aguanto más —susurró en mi oído—. Es hora.

—Vamos a otro lugar —dije impaciente.

Subimos al auto, intento girar la llave pero Casilda desliza sus dedos hasta los míos​ y aparta mi mano, —no puedo esperar— ruega. Muerde mi labio inferior y siento un ligero sabor a sangre  en nuestros besos, reclino su asiento y me monto sobre ella. Es esto lo que quería, aún antes de conocerla, esta adrenalina, esta emoción, esta euforia desmedida con la que rompo su blumer para tomar lo que ya me pertenece, para indagar en lo profundo de su ser mientras descubro la verdad del mío.  La tomo y la siento mía, húmeda, desenfrenada, poderosa; la tomo y me veo dueño del destino  mientras sus talones bailotean en mis nalgas. Se contrae y se monta sobre mí en un movimiento repentino —Las cosas nunca son lo que parecen, Javier— susurra en el vaivén de sus caderas. Sus gritos de placer se intensifican para erizar todos los vellos de mi cuerpo, mi corazón se comprime y siento una fuerte punzada en la boca del estómago —cada quien recibe lo que merece— dice con la voz hueca.  Sus ojos comienzan a desvanecerse dejando dos cuencas vacías en un negro infinito. La piel se  torna blanca y fría, y el incesante eco de su voz se repite una y otra vez  en mi cabeza “¡cada quien recibe lo que merece!”.  Intento apartarla pero me encuentro repentinamente débil. El espectro se balancea incesante sobre mi regazo ahogándome con sus carcajadas impúdicas. “Cada quien recibe lo que merece” las palabras merodean mis entrañas mientras una única imagen se impregna en la memoria, Patricia. Te veo ahí, sola, en aquella casa modesta, donde decidimos amarnos para toda la vida, donde decidimos tener un hijo llamado Gonzalo como su abuelo, donde pintamos el sueño de una familia feliz que jamás será… que jamás dejé ser. Le digo adiós a Gonzalo, al espejismo de sus ojos verdes como los míos, a la ilusión de su tez lechosa como la tuya, a la fantasía de sus manos pequeñas sujetando mis dedos. Te digo adiós a tí, a la inocencia de tu amor perenne que lo enfrentó todo, que nunca se dejó ahogar en mis amarguras y decepciones. Te veo ahí, sola, esperando a un hombre que hace tanto tiempo dejó de llegar. “¡Cada quien recibe lo que merece!” con mi sexo a punto de ebullición todo mi cuerpo comienza adormilarce. Observo a la muerte cabalgando sobre mis pecados, drenando mi vida, cobrando mis culpas. Entre movimientos desenfrenados me diluyo en el vientre de Casilda. Presiono mi mano contra mi pecho en un vago intento de mitigar el dolor que me invita a retorcerme en el suelo. El espectro insaciable se sigue balanceado sobre mi cuerpo inmóvil mientras mis sentidos se apagan por completo. Antes de dejar este cascarón vacío descomponiéndose en el silencio de mis errores, arrojo un último vistazo al recuerdo de mi esposa.


 

Basado en «La Sayona», una leyenda del folklore de los llanos venezolanos, que cuenta la aparición de un espectro en forma de mujer que aparece a los hombres infieles para conquistarlos y luego matarlos.

CASILDA (Primera parte)

Todavía no eran las 10:00 p.m cuando decidí que el próximo sería mi último pasajero de la noche. Mientras giraba a la izquierda para recorrer nuevamente la avenida San Martín no pude evitar sentirme culpable al pensar en Patricia; al pensar en mi hijo. ¿O no debería llamarlo así?, ¿cómo entonces?, ¿Gonzalo, Gonzalito, bebé, feto, pérdida?, ¿qué estará​ sintiendo Patricia en este momento?, ¿querrá intentarlo de nuevo? La tercera es la vencida, dicen. ¿nos quedará amor para un nuevo Gonzalo, Gonzalito, bebé, feto, intento?  Ya no dispongo de amor, a duras penas me aferro al de Patricia, cada día más distante, cada día más borroso. Me detengo frente a la plaza Capuchinos para fumar un cigarrillo.

Un enorme perro pasa de frente, de hocico alargado, ojos negros; mefistófelicos, pelaje blanco y espeso, me observa detenidamente  antes de emitir un gruñido profundo  y amargo que eriza cada uno de los vellos de mi cuerpo, enciendo el cigarrillo sin apartar los ojos del animal que se aleja en un trote uniforme hasta perderse en una  de las calles. Busco otro de los cigarrillos en mi bolsillo y lo enciendo con el que llevo entre los labios. Me siento valiente con cada bocanada de nicotina robada a la inclemencia de esta ciudad.

Escucho pasos, el inconfundible sonido de los tacones de una  mujer que se acerca deleitando las aceras…

—Buenas noches —dijo con voz suave y delicada, casi musical.

—Buenas  —respondí al dar media vuelta.

—¿Me das fuego? —resaltan los insinuantes labios rojos en contraste con la dulzura de la voz.

—Cla… claro.

No puedo evitar escanear sus piernas mientras busco el encendedor en​ mi bolsillo. Subo la vista y su mirada se cruza con la mía, una sonrisa coqueta me invita a seguir detallando la firmeza del cuerpo. Lleva el cigarrillo​ a sus labios y lo enciendo con cuidado.

—¿Qué haces sola por aquí? —pregunté.

Respira profundamente antes de responder, mientras el aire llena sus pulmones el vestido blanco se ciñe contra su pecho denotando a los orgullosos pezones.

—Lo mismo que tú, dándole sentido a la vida —las palabras salieron muy despacio de su boca, como delineando un secreto​;  iniciando una invitación—. ¿Me llevas?

Sube al taxi sin esperar respuesta y se acomoda en el asiento delantero.

—¿A dónde te llevo? —pregunté mientras giraba la llave.

—Al club “Plains” en Las Mercedes —cruzó las piernas y sus muslos comenzaron a saludarme.

Vamos pasando las calles en el silencio más absoluto. Suelo iniciar con mucha facilidad las conversaciones con mis pasajeros. Delincuencia, política, inflación… ¿que?, ¿que le digo?, ¿qué se le dice a la lujuria cuando su vestido se eleva hasta el precipicio de las nalgas, cuando sus pechos se hacen sol y luna para eclipsar todas las palabras, cuando los matices de su cuerpo recorre cada poro del deseo para erguir mis fantasías? Respiro profundo y hago la pregunta obvia…

—¿Cómo te llamas?

—Casilda, ¿tu?

—Javier —contesté.

—Javier, tu cara me pareces familiar ¿No te conozco de algún lugar?

—No lo creo, te recordaría sin ninguna duda —dije.

—Eso es lo que dicen los hombres como tú —dijo mientras se dibujaba una extraña sonrisa en su rostro.

—¿Como yo? —pregunté intrigado—. ¿Cómo son los hombres “como yo”?

—Un Don Juan, lo veo en tus ojos —dijo.

—Jajaja… nada más alejado de la realidad,  soy  un tipo tranquilo.

—¿Y eres casado, Javier? —preguntó mientras colocaba su mano en mi rodilla dibujando pequeños círculos con la yema de los dedos.

—N… no —respondí titubeando (mierda, qué idiota)—. ¿Tu?

—Es… complicado, ¿como es tu esposa? —la pregunta me tomó por sorpresa y me mantuve en silencio por un instante…

—¿Tan obvio fui? —pregunté finalmente con una extraña mueca que pretendía ser sonrisa.

—No —soltó una carcajada—. Soy buena para esas cosas, un sexto sentido, intuición femenina tal vez…

—jaja… ok, discúlpame. Se  llama Patricia,  es una mujer cariñosa, dulce…

—¿Pero? —preguntó mientras deslizaba su mano hacia mi entrepierna.

—No lo se… estamos… desgastados. Muchas cosas para contar en una noche.

Con el semáforo en rojo, me sumerjo en el precioso rostro de Casilda: ojos negros, profundos, directos; tez blanca como porcelana; nariz fina, perfilada, con un aire distinguido; cejas gruesas y definidas que otorgan carácter a la delicadeza de su facciones. El instante se desvanece al pensar en Patricia, su rostro se superponen al de Casilda para depositar la culpa. A pesar de​ haberla visto hace algunas horas, su recuerdo se siente distante. ¿En qué momento se nos acabaron los sueños?, ¿hace cuanto tiempo deje de luchar? Ella siguió luchando, entregando lo poco que le quedaba a esta causa perdida. Depositamos todo en la esperanza de Gonzalo, en sus pequeñas pataditas al escuchar mi voz, en sus volteretas cuando Patricia sucumbía a  sus antojos de azucar y chocolate… yo terminé por distanciarme el día que lo perdimos, la madrugada en la que nuevamente llegamos desesperados a un hospital aún con la ropa de dormir puesta y con la bata de Patricia teñida de rojo. Pero ella… ella va apagándose lentamente, como si todavía quedara algo por lo que luchar, la cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, hace mucho que me quebré, solo que Patricia se niega a aceptarlo en su afán infinito de remendarlo​ todo.

—Llegamos  —dije al detenerme junto al Club.

—¿Que te pareces si te tomas algo conmigo y continuamos nuestra conversación? —preguntó, y respondí con una sonrisa.